Creación/Creación
El último Samuray
Por Eduard Creus, viernes, 1 de junio de 2007
En el año 1600 de nuestra era el Japón feudal se hallaba envuelto en una guerra civil que tuvo como conflicto final la batalla de Sekigahara, en la que Hidetake Ieyasu se impuso como nuevo shogun. Entre quienes lucharon se encontraba un joven llamado Miyamoto Mushashi, cuyo sueño era llegar a ser un gran samuray. Sus deseos se vieron cumplidos y años más tarde este hombre se convirtió en la espada más célebre de la historia de Japón. Su leyenda no terminó aquí, pues también dio origen a una dinastía de guerreros, quienes, al igual que su antecesor, dedicaron su vida a luchar por el bienestar y la justicia.
La saga de los Mushashi se prolongó durante doscientos años y tuvo su ocaso en Nakamoto Mushashi, su último descendiente directo. Todos los primogénitos de la familia Mushashi eran educados desde el nacimiento para convertirse en samuráis. Una vez ordenados, se esforzaban por emular las hazañas del primero. Nakamoto fue sin duda el que más se le acercó. Su padre le instruyó en el manejo de las armas y participó en su primera batalla cuando apenas tenía dieciséis años. A los veinticuatro ya había adquirido una gran fama como espadachín y algunos de sus adversarios temblaban con sólo oír su nombre. Al morir su padre, ocupó el puesto de capitán del ejército imperial y recibió la katana con la que sus antecesores habían luchado.
En cierta ocasión, durante una batalla, la katana de Nakamoto cedió ante la gruesa lanza que portaba un adversario. Aquello fue peor que si le hubiesen herido; un samuray no es nadie sin su espada y él acababa de perder la suya. Por eso decidió forjarse una, utilizando un acero tan duro que nada ni nadie pudiese romperlo. Adquirió el material y las herramientas necesarias y partió solo hacia lo alto de una montaña. Primero cogió un martillo y se dispuso a allanar las protuberancias del metal. A continuación hizo un agujero en el suelo cuyo diámetro y longitud coincidían con la hoja de su nueva arma. Encendió fuego y al cabo de un rato echó las brasas en el hoyo. Luego introdujo el acero y lo sacó para darle más golpes de martillo. Repitió esta operación varias veces. Por las noches dejaba el acero a la intemperie mientras se retiraba a una cueva para dormir. Así pasaron varios días hasta que la espada estuvo terminada.
El siguiente paso fue coger un punzón al rojo vivo y grabar en la hoja una inscripción. Se trataba de una leyenda en forma de runas que nunca nadie pudo descifrar. Con el arma envuelta en una tela bajó al pueblo y recogió una empuñadura de marfil que había encargado a un artesano. Esta empuñadura llevaba estampadas las figuras de varios guerreros que representaban a los antepasados de Nakamoto. Después de engastarla en la hoja decidió probar la espada y para eso regresó al lugar donde el arma había sido construida.
Con todas sus fuerzas Nakamoto golpeó varias veces la espada contra árboles centenarios y gigantescas rocas. El arma no sufrió ningún daño, así que satisfecho emprendió el camino hacia el pueblo. Ya había empezado a bajar la montaña cuando le pareció oír gritos; se detuvo para escuchar mejor. Volvió a oírlos y corrió hacia el lugar de dónde provenían. Ante sus ojos aparecieron dos bandidos que golpeaban a un anciano con la intención de robarle. Sin dudarlo Nakamoto desenvainó su arma y puso a los ladrones en fuga. Luego cayó en cuenta de que la víctima se estaba riendo a carcajadas. Le pareció extraño y se le acercó. El anciano le agradeció su ayuda, sin embargo también le dijo que se las podría haber arreglado solo con esos atacantes. Al oír esto el asombro creció en los ojos de Nakamoto, pero la mayor sorpresa se había originado ante el hecho de aquel anciano lo llamara por su nombre. El joven guerrero le preguntó si le conocía, a lo que el anciano respondió afirmativamente y añadió que además había conocido a sus antepasados. Finalmente, el anciano decidió sacar a Nakamoto del asombro y le reveló su nombre: se llamaba Masayuki Soho. Al oírlo las piernas del samuray empezaron a temblar. Era nada más y nada menos que un famoso hechicero al que se le atribuía una infinidad de facultades sobrenaturales. Cuando Nakamoto todavía era un niño, su abuelo le contaba fantásticas historias que tenían a aquel hombre como protagonista. Masayuki también le dijo que los bandidos en realidad nunca habían existido, él los había inventado con el fin de poner a prueba la reacción de un bravo guerrero. Y Nakamoto no lo había decepcionado, había acudido en auxilio del que lo necesitaba sin vacilar ni un momento, como un auténtico samuray. Por eso Masayuki decidió recompensarle.
El anciano tomó la espada del guerrero entre sus manos y la movió hacia los cuatro puntos cardinales mientras entonaba cánticos incompresibles. Cuando acabó de pronunciar aquel extraño conjuro, devolvió la espada a Nakamoto y le dijo que ésta había sido dotada de poderes que se pondrían de manifiesto cada vez que él quisiera socorrer a un desvalido. Luego le enseñó las palabras que debería usar en caso de invocar esos poderes. También le advirtió que esas palabras pronunciadas al revés tendrían el efecto contrario a las originales, en ese caso los poderes de la espada sembrarían el mal y la destrucción. Después de hacerle repetir aquellas palabras varias veces, Masayuki dejó que Nakamoto siguiera su camino.
A lo largo de aquel siglo Japón se vio envuelto en sucesivas guerras. En una de ellas Nakamoto hizo uso de los poderes de su arma por primera vez. Un rayo de luz surgió de la espada y el guerrero consiguió exterminar la plaga enemiga que azotaba a todo un pueblo. En poco tiempo la leyenda del arma mágica se extendió por todo el país y fueron muchos los que intentaron hacerse con ella. La espada acompañó a Nakamoto hasta el momento de su muerte y a partir de entonces varias personas la custodiaron para que no cayese en malas manos. Muchos años más tarde se creó una hermandad que se encargó de su protección.
Gracias al coraje de sus miembros, quienes sacrificaron la vida para defenderla, la espada se había conservado en buenas manos... hasta el día de hoy.
Cap 1
La noche cayó lentamente y una capa de nubes grises cubrió el cielo de Kyoto. A las pocas horas la oscuridad fue truncada por la luna que asomó su cara blanca y brillante. En la zona de la ciudad conocida como el bosque del oeste reinaba la tranquilidad, solamente el canto de los grillos rompía en ocasiones el silencio que presidía en las calles. Lujosas mansiones se alternaban con modestos caserones que llevaban allí muchos años; algunos habían sido construidos cuando la zona todavía no formaba parte de la ciudad. A una hora avanzada de la noche, un coche se detuvo y descendió una mujer joven. Tras saludar con la mano a quienes la acompañaban, empujó una puerta de madera que daba paso a un pequeño jardín y se dirigió a la entrada de la casa.
Procurando no hacer ruido sacó las llaves del bolso y metió una en la cerradura. Luego se sumergió en las penumbras caminando de puntillas, sin embargo algo crujió bajo la suela de sus zapatos. Se agachó para saber de qué se trataba; en el acto sus dedos palparon algo fino y cortante. Al incorporarse sintió una suave brisa que se filtraba a través de una ventana situada detrás de ella. Se acercó y bajo la luz de la luna comprobó que el cristal estaba roto.
De inmediato sintió una punzada que la obligó a quedarse quieta. Sin embargo su cabeza se movía en todas las direcciones, como si se esforzara por detectar una señal en la oscuridad. En ese momento pensó que si alguien hubiese entrado por la ventana el ruido habría despertado a sus padres, aunque no estaba del todo segura. La incertidumbre empezó a poseerla. De pronto avanzó unos pasos y vio algo que aclaró sus dudas: por debajo de una de las puertas asomaba una tenue luz. Se trataba de la sala de trofeos. Ahí se encontraban diferentes armas, cuadros y otras reliquias que habían pertenecido a los antepasados de Ichiro Okura, su padre, un descendiente de valerosos samuráis. Pensó que aquellos recuerdos familiares no podían tener interés para nadie, pero en ese momento recordó que en la misma sala se hallaba otro objeto muy codiciado. Ella sabía desde pequeña cuán valioso era y cuántas personas a través de los siglos habían arriesgado e incluso perdido su vida para custodiarlo. Su padre era un ejemplo de ello. A causa de ese objeto habían tenido que huir y pasar varios años en el extranjero.
Desde el regreso a Japón en su familia se sabía a ciencia cierta que un día u otro podía ocurrir lo que ahora ella creía que estaba ocurriendo. Se acercó sin hacer ruido y pegó la oreja a la puerta. Escuchó sonidos y murmullos. En un principio no supo qué hacer. Intentó controlar los nervios y no caer presa del pánico. Finalmente se dirigió a la habitación de su padre, siempre con pasos sigilosos.
Entró sin encender la luz y buscó la cama a tientas. Le puso la mano sobre el hombro y lo llamó suavemente, pero él no respondió. Entonces lo zamarreó un poco.
–¡Papá, despierta!
En medio de un sobresalto el hombre contestó:
–¿Quién es? ¿Qué ocurre?
–Soy yo papá, creo que intentan robarnos.
–¿Robarnos?
–Si, han roto un cristal y han entrado mientras dormíais. He visto la luz encendida en la sala de trofeos.
–Quédate aquí, Atsuko, y no te muevas. Iré a ver qué sucede.
–Pero no puedes ir solo, no sabes cuántos son.
–No deben ser muchos, si han entrado es porque creen que no estamos en casa.
Era cierto, aquella noche Ichiro Okura y su mujer no debían estar en casa, y Atsuko regresaría tarde. Alguien llevaba tiempo vigilando los movimientos de la familia. Pero por mera casualidad el matrimonio aquella noche había alterado sus planes y no había asistido a la reunión de amigos a la que iban cada viernes.
Las voces despertaron a la madre, que naturalmente quiso saber qué ocurría. Se lo contaron y la mujer se asustó.
–Quedaos las dos aquí y esperad mis instrucciones.
Ichiro Okura se levantó, salió de su cuarto y fue directamente al comedor de la casa. En una de las paredes colgaba un sable envainado que, aunque pareciera de adorno, estaba afilado. Lo cogió y se dirigió a la sala de trofeos. Antes de entrar llegó a ver el débil haz de luz que se filtraba por debajo de la puerta. Sosteniendo el sable con la mano izquierda, apoyó la derecha en el mango de la puerta. Inspiró y expiró profundamente. A continuación fue abriendo con paciencia, lentamente y sin provocar el mínimo ruido, y al asomar la cabeza vislumbró las siluetas de dos hombres que estaban de pié enfrente de un baúl de madera que descansaba sobre la mesa. Uno de ellos iluminaba con una linterna y el otro trataba de forzar la cerradura del baúl. Ichiro entró en la sala y se quedó quieto junto a la pared. En la mano izquierda seguía sujetando la vaina del sable y ahora la derecha asía con fuerza la empuñadura. De pronto escuchó que uno de los hombres le hablaba al otro en voz muy baja.
–Creo que ya está, la cerradura ha cedido. Ahora levantaré la tapa y tú iluminarás dentro.
El otro obedeció. Con el baúl abierto el primero volvió a hablar:
–Sí, aquí está, debe ser esto, ¿lo ves?, tiene toda la pinta.
Cógelo, chico: misión cumplida. El Sr. Satogi estará contento con nuestro trabajo y seguro que nos recompensa generosamente.
Al oír aquel nombre, Ichiro Okura supo con certeza cuál era el objeto que aquellos hombres habían venido a buscar. Su mano derecha soltó por un instante la empuñadura del sable y tanteó la pared en busca del interruptor. De repente la estancia quedó iluminada y los ladrones al descubierto. Cegados por la luz se taparon los ojos; Ichiro aprovechó el efecto de la sorpresa para desenvainar su arma.
–Quedaros donde estáis y volved a dejar eso en su sitio –les dijo.
Los dos hombres le miraron perplejos; sin salir del asombro permanecieron inmóviles durante un instante. Finalmente el que sostenía el objeto miró al otro y le dijo:
–Me aseguraste que no habría nadie y que sería muy fácil.
–A mí qué me cuentas, eso fue lo que me aseguraron, que los viernes por la noche la casa estaba sola...
Ichiro Okura volvió a hablar, esta vez usando un tono más desafiante.
–¡Os he dicho que dejéis eso donde estaba! ¡No voy a repetirlo!
–Sal del medio, viejo, más te vale –le amenazó el que llevaba la linterna.
–No pienso dejar que os salgáis con la vuestra, iros y decidle a Henshuo Satogi que nunca tendrá lo que quiere, no mientras yo viva.
El que sostenía el objeto empezó a ponerse nervioso.
–¿Qué esperas? ¡Haz algo! –dijo al otro ladrón.
–Me has dado una idea, viejo, si quieres morir esta será tu noche –reaccionó el compañero.
Dejó la linterna y alargó la mano hasta alcanzar un soporte donde habían varias lanzas colocadas en hilera. Escogió una, la deslizó entre sus manos haciéndola girar como las aspas de un molino y se acercó a Ichiro Okura. Éste dio un paso atrás, agarró la empuñadura del sable con las dos manos y ladeó ligeramente su cuerpo hacia la derecha. El ladrón se le fue acercando y cuando lo tuvo a un metro de distancia le arrojó la lanza de punta directo al corazón. A Ichiro Okura no le fue difícil esquivarla y contraatacar al mismo tiempo. En un santiamén el ladrón recibió un corte en el brazo izquierdo y se encontró inmovilizado con la punta del sable a un milímetro de su garganta.
–Vaya, pensaba que Satogi se procuraba mejores hombres, pero ya veo que escoge a los más inútiles –dijo el maestro Okura y luego desvió la mirada hacia el otro que temblaba con el objeto en sus manos–. Vas a dejar eso donde estaba y os iréis por donde habéis venido –le ordenó–. Y decidle a Satogi que la próxima vez venga él mismo.
Antes de apartarse del agresor, Ichiro observó por un momento su mano sobre la herida que sangraba y se dio cuenta que le faltaba la mitad del dedo meñique: una señal inconfundible. Aquellos tipos pertenecían al clan de los Yakuza, matones a sueldo al servicio de estafadores y criminales. Se fue acercando lentamente al otro, que sostenía el objeto sin dejar de mirarle, hasta que percibió una nueva señal de peligro. A través del cristal situado detrás de aquel ladrón pudo ver como el agresor a sus espaldas deslizaba el brazo ileso hacia el interior del cinturón, extraía una pistola y, encadenando los movimientos, le apuntaba con toda la intención de disparar. La detonación y el ruido que provocó Ichiro al caer se oyeron casi al mismo tiempo, y a continuación una nueva voz retumbó en la sala:
–¿Qué ocurre? Dios mío, Ichiro. ¿Te encuentras bien? ¿Qué ha pasado? ¿Te han hecho daño?
–¡Kikutzo, sal de aquí y avisa a la policía!
La esposa de Ichiro Okura retrocedió con pasos torpes, paralizada por el miedo.
La esposa de Ichiro Okura retrocedió con pasos torpes, paralizada por el miedo.
–¡De prisa, Kikutzo, llama a la policía!
La mujer giró sobre sí misma y se dispuso a salir de la sala, pero el que tenía la pistola le cerró el paso.
–¡Tú no irás a ningún sitio, vieja!
Sonó un nuevo disparo y la mujer se quedó quieta por unos segundos. Después de desplomó. Ichiro Okura amagó a levantarse.
–Kikutzo, ¿estás bien?
–Quédate donde estás si no quieres terminar como ella
–ordenó el que acababa de disparar–. Ya está bien de perder el tiempo. ¡Vamonos! –dijo al otro hombre.
Lanzando un grito desaforado Ichiro Okura se puso en pie, arremetió contra el hombre de la pistola y esta vez le clavó la hoja del sable en el cuello. El hombre quiso decir algo pero sus intenciones fueron ahogadas por la sangre que le inundó la boca. Su cara chocó contra el suelo y la pistola fue a parar a los pies del que sostenía el objeto, quien aprovechó para recogerla.
De inmediato encañonó a Ichiro y le dijo:
–¡Quieto, no te muevas!
Su voz dejaba ver que estaba bajo el dominio de los nervios.
En una mano sostenía el objeto robado, en la otra la pistola.
–Ahora dejarás que me vaya ¿eh? Tú serás buen chico y no harás nada. Si te mueves irás a reunirte con tu mujer.
Ichiro Okura lo miraba con fijación. No estaba dispuesto a dejarlo ir y el otro lo sabía. Su vista se desvió por un momento hacia el cuerpo tendido de su mujer, pero ésta no se movía.
Empezó a acercarse muy lentamente, ahora su mirada se concentraba en la trepidante mano que sostenía el arma.
–Te he dicho que no te muevas. Si no te detienes apretaré el gatillo. No te lo voy a repetir –advirtió el ladrón.
–Por qué no disparas de una vez en lugar de tanto hablar. No te llevarás la espada de Mushashi a menos que pases por encima de mi cadáver.
Inesperadamente Atsuko Okura entró en la sala y arrojó una katana a su padre.
–¡Papá, cógela! –gritó la joven.
Pero antes de que Ichiro pudiera hacerse con el arma se escuchó otro disparo. El ladrón no esperó a ver si la bala había alcanzado a alguien; salió corriendo y en su huida dio un fuerte empujón a la hija de Okura, saltó por la ventana y continuó la carrera sin detenerse.
Ichiro Okura se acercó a su hija y la tomó por los hombros.
–¿Akko, estás bien?
–Creo que sí, aunque me duele un poco el hombro.
Ichiro notó una humedad en la palma de su mano y al
instante se dio cuenta de que estaba teñida de rojo.
–Te ha dado, pero no te preocupes, hija, te pondrás bien.
–¿Y mamá? ¿Cómo está, mamá? No se mueve.
Mientras el dolor ahogaba su garganta, Ichiro Okura cayó de rodillas.
–¿Qué ocurre papá?
Con la voz entrecortada le dijo que su madre estaba muerta.
En ese instante Akko perdió el conocimiento e Ichiro la dejó con cuidado en el suelo. Luego fue de rodillas hasta donde yacía el cuerpo inerte de su mujer y se quedó abrazado a ella mientras pronunciaba su nombre, mientras se preguntaba una y otra vez por qué había sucedido aquello.
Afuera se escuchaban las sirenas de los coches que se habían detenido frente a la casa, alguien que golpeaba la puerta y una voz monótona que gritaba. Ichiro Okura se apartó del cuerpo de su mujer y, limpiándose las lágrimas con la manga, fue a abrir la puerta. Dos hombres uniformados y uno de paisano entraron en la casa. No les prestó ninguna atención. Sólo entendió que eran de la policía y que alguien había oído disparos.
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Nota de la Redacción: agradecemos a Ediciones Carena en la persona de su director José Membrive la gentileza por permitir la publicación de esta parte de la novela El último Samuray, obra de Eduard Creus.