Luis Landero: "Hoy, Júpiter" (Tusquets, 2007)

Luis Landero: "Hoy, Júpiter" (Tusquets, 2007)

    AUTOR
Luis Landero

    GÉNERO
Novela

    TÍTULO
Hoy, Júpiter

    OTROS DATOS
Barcelona, 2007. 408 páginas. 20 €

    EDITORIAL
Tusquets



Luis Landero

Luis Landero


Reseñas de libros/Ficción
Luis Landero: "Hoy, Júpiter" (Tusquets, 2007)
Por Justo Serna, martes, 1 de mayo de 2007
Hoy, Júpiter, de Luis Landero, es una novela dual, una ficción partida en dos: un par de historias sin aparente conexión que finalmente se entreveran. Está protagonizada por Dámaso Méndez y Tomás Montejo, dos tipos que sobreviven como pueden en un medio que les es moderadamente hostil y prometedor a un tiempo, dos individuos que llevan su propia existencia sin conocerse, sin tratarse, con un discurrir paralelo... hasta que en la página 282 confluyen ambas historias. La narración tiene cuatrocientas páginas y lo que nosotros leemos –como en el Quijote— es el relato hecho palabra de uno de esos personajes (Montejo), a la vez sujeto y narrador, un narrador que se expresa en tercera persona y que en capítulos alternativos detalla la vida de ambos: la suya propia y la de Méndez.
A Dámaso lo conocemos cuando es un niño de cinco años que vive en el campo, un muchacho al que veremos crecer hasta convertirse en representante comercial de una firma de muebles en los pueblos de Castilla. Es la suya una existencia en parte fracasada y sobre todo angustiada primero por la meta del afán y después por el veneno del odio. Se trata, en fin, de la vida de un muchacho rural cuyo padre frustrado, pedagógico y obsesivo le infiltra el anhelo de ser el mejor, el deseo de hallar aquellas virtudes que le hagan irrepetible: “la vida es sólo un soplo y un sueño”, le dice con grave elocuencia, “los años te atropellan, las edades vuelan, los imperios se desmoronan, cuando quieres darte cuenta hoy es ya mañana y mañana fue ayer. Te echas a dormir un rato, y al despertar descubres que se ha hecho ya tan tarde que no queda tiempo para nada, sólo para llorar la juventud perdida y hecha ya desperdicios. Así que si quieres llegar a algo, tienes que darte mucha prisa”.

Pero Dámaso no tiene cualidad particular, o al menos eso parece: no tiene capacidad para destacar en la oratoria, en la aritmética, en la invención, en la música, en el dibujo, en la actuación, en la medicina, en la arquitectura... Ese afán irresuelto decepciona al padre, sin duda: tanto que llegará a reemplazarlo anímica, simbólica y realmente por otro joven prometedor lleno de virtudes, Bernardo Pérez, alguien que como un espectro y como un ser real aparece un día en la casa familiar, dueño de cualidades y hacedor de prodigios: tocar el laúd, por ejemplo. La historia de Dámaso Méndez, que la sabremos narrada por Montejo, está contada desde su perspectiva, expresando su obsesión, su ruina psíquica, su empeño cainita, su odio, conforme crece y envejece sin mejorar: definiendo cada acto de su vida en contra de ese usurpador que su padre ha aceptado y que se llama Bernardo Pérez. El tono de la prosa es enérgico y a veces declamatorio, bien adaptado a la elocuencia del padre instructor e imaginativo o a la furia bien real que consume a Dámaso, con descripciones ásperas de dolor y decepción. Hasta la llegada de Bernardo, la vida del niño fue feliz (o eso creyó), pero a partir de entonces el aborrecimiento y la venganza serán lo único que dé sentido a su existencia.
Hoy, Júpiter tiene, en efecto, un indudable parentesco con Juegos de la edad tardía. En aquélla y en ésta, los personajes experimentan la sensación de crecer y de envejecer en sombras, en una ficción; y esos disfraces o espectros, lejos de poder arrancárselos, son un modo de vivir y de sobrevivir con angustia o felicidad aturdidoras

Por su parte, a Tomás Montejo lo conocemos crecidito, cuando ya ejerce de joven profesor de literatura en enseñanzas medias: un docente de veintiséis años, sí, pero también escritor secreto, lector, doctorando... Es alguien intoxicado totalmente por la creación y por las novelas, por el arte verbal al que aspira: tiene el interior henchido de referencias, de personajes, de historias que ha leído y a las que también aspira. Fuera de la literatura, el amor y la pedagogía son los dos únicos hechos que le arrebatan, que le inspiran: por eso, ejercerá de Pigmalión al menos en un par de ocasiones, educando, formando, instruyendo a mujeres dóciles o sensibles. El tono de la prosa es, aquí, deliberadamente afectado, incluso cursi y pedagógico, a imitación y parodia del melodrama antiguo, con esa hinchazón retórica de quien copia historias pasionales. Pero hay más. Como en la familia de Méndez, también en Tomás Montejo hay un objetivo explícito, un sueño confesable: el éxito, en este caso literario. El joven profesor no se resigna a la enseñanza y, por eso, espera triunfar en el mundillo cultural logrando el reconocimiento público que da la publicación de un libro, su venta, su victoria. Entonces aparecen momentos de exaltación y de derrumbe, páginas de ironía fina y desgarrada como, por ejemplo, aquellas en las que se narra el encuentro del editor y Montejo, probable “escritor de culto”. Etcétera, etcétera.

Hasta esa página 282, la novela transcurre con precisión y detalle, entre la declamación y el folletín, entre la exaltación y el rencor, entre el costumbrismo explícito y la elocuencia redicha. Esto sucede no porque Landero incurra en esos vicios o calcos con inocencia prístina o arte enfático, sino porque el escritor –muy ducho en literaturas-- adapta la prosa de su narrador (entre Baroja y García Márquez) a las necesidades de los personajes, a su punto de vista, al estilo indirecto libre que les expresa vicariamente. En cualquier caso, el castellano empleado es rico, vigoroso, un idioma que se amplifica con facilidad precisa y dominio verbal. Pero esos guiños no se dan sólo en la facundia expositiva o descriptiva del narrador. Incluso el índice pregona servidumbres deliberadas, homenajes literales y paródicos en los títulos de los capítulos: “Qué pasa cuando no pasa nada”, “Estampa idílica. Una pequeña hazaña”, “Una visita inesperada”, “Artes de seducción”, “Llega una desconocido”, “Viñetas sentimentales”, “Las servidumbres del amor”, “Los placeres del odio”, “Un hallazgo insólito”, “La doble vida del gran Berny Pérez”, “Aquí empiezan las verdaderas aventuras”.

A partir de la confluencia de ambas historias, el lenguaje y el estilo sufren una nueva readaptación y, así, se acomodan a la narración de intriga: es entonces cuando leemos un idioma más económico, más rápido, pensado en términos de eficacia y de urgencia, con elementos de suspense y de agnición. La agnición (o anagnórisis) es un recurso muy empleado por la tradición literaria y alude a la revelación de una identidad confusa, según sostiene Aristóteles en su Poética. De repente, lo que estaba emboscado o era disfraz aparece tal cual es: sin ficción. Los viejos folletines (a los que esta novela rinde constantemente un homenaje cómico) utilizaron con frecuencia este mecanismo: permitía aclarar lo equívoco o ambiguo, pero permitía también reparar lo erróneo. Ahora bien, con este recurso, Landero nos busca el mismo efecto de antaño. En los folletines, la agnición es consolación, como recordaba Umberto Eco en El superhombre de masas. En ellos, la clave del relato está en descubrir la identidad equívoca o emboscada del personaje sobre el que gira la historia para así poner a cada uno en su sitio: los villanos reciben su merecido y los buenos tienen finalmente su justa reparación. Pero, como he dicho, en Landero las ficciones de la identidad no son una sombra que pueda desvanecerse, ni mero embuste por el que pagar, ni tampoco simple cosmético: son, por el contrario, esa segunda piel que no nos podemos arrancar, algo más que maquillaje o afeite, un espectro al que nuestra luz da vida.
Esas figuras literarias son un Luis Landero partido y transfigurado que se despliega en cada unas de sus criaturas principales proyectando sobre ellas un “oscuro fondo autobiográfico”: el de la vida vulgar, previsible, acomodada, y el de la vida fantaseada, embustera, creativa, peligrosa


Al concebirlo así, el autor reitera con otros medios, con otras circunstancias y con otros personajes, algo que ya estaba en la primera novela que publicó. Hoy, Júpiter tiene, en efecto, un indudable parentesco con Juegos de la edad tardía. En aquélla y en ésta, los personajes experimentan la sensación de crecer y de envejecer en sombras, en una ficción; y esos disfraces o espectros, lejos de poder arrancárselos, son un modo de vivir y de sobrevivir con angustia o felicidad aturdidoras. La ficción no es esa dolencia que algunos creen, sino el espacio mismo en el que muchos existen sin remedio y hasta con placidez: son individuos menesterosos que se crecen cuando se creen su máscara o cuando se reconcilian con su sombra. Todo muy cervantino, como ven, pero es que lo tratado en el Quijote no se agota: hay que abordarlo una y otra vez por cada generación, por cada autor o lector que en alguna ocasión se han juzgado impostores.

¿Qué es la nuestra? ¿Una vida de capitulación y entrega? Prosperamos, vamos desarrollándonos como podemos: con enemigos reales o fantaseados que nosotros mismos ideamos y alimentamos, con ideales o con aprietos que también nosotros mismos nos imponemos. Por eso, a poca lucidez que se tenga, llega un momento de la existencia en que ésta aparece como un embeleco. Es entonces cuando no será raro sentir la vida como embuste, cosa que sucede cuando creemos haber madurado mal, en el centro de una farsa. No es que engañemos a nuestros familiares o amigos, no es que adoptemos una doble vida para mentir expresamente. Es algo más sencillo o más espantoso, no sé: es descubrir de pronto que el personaje que con tanto arresto te has compuesto no se amolda al que crees ser en realidad o al que ambicionabas alcanzar. Juzgas que debes desprenderte de lo que los otros elogian en ti porque eso que los otros ven es justamente el afeite que te encubre, aquello que esconde lo que serías de manera irrefutable, al menos a poco que te hicieran un examen. Y, sin embargo, es un error pensar así, de manera tan concluyente, con la añoranza y el espanto de un regreso al personaje interior, primitivo u originario que crees ser. Los cosméticos son también parte de ti y es improbable que te los arranques hasta dejar la epidermis o la psique desnudas. Por eso, los exergos que como citas de autor pone Landero al principio de Hoy, Júpiter expresan esa idea. “¿Quién está allá abajo? ¿Quién se queja?”, leemos en el Quijote. “El argumento del drama”, parece responder Landero con Ortega y Gasset, “consiste en que el hombre se esfuerza y lucha por realizar, en el mundo que al nacer encuentra, el personaje imaginario que constituye su verdadero yo”.

Es una idea reiterada en nuestro autor, algo que forma parte de su motivación literaria. En el prólogo firmado por Landero para Juegos de la edad tardía (edición de 2005), lo expresó con claridad y aquellas palabras sirven para entender mejor Hoy, Júpiter. Ese yo que se busca en todas sus novelas y esos personajes que menesterosamente se crean identidades en parte empeñosas y en parte quiméricas son el autor, obsesionado desde niño con la figura afanosa, perturbadora, exigente del padre, de un padre extraordinariamente parecido al de Dámaso. “¿Qué quieres ser de mayor?”, recuerda Landero que su padre le decía. “Ésa era su gran pregunta”, añade en el prólogo de Juegos de la edad tardía. “Le irritaba, le asombraba y le decepcionaba profundamente que yo no supiera lo que quería ser de mayor. ¿Abogado?, me incitaba él. ¿Médico? ¿Aviador? ¿Mecánico? Y enumeraba profesiones sin cuento. Luego me decía: puedes ser lo que quieras, pero siempre el mejor, siempre el número uno, siempre un gran hombre”, concluye el escritor para aceptar finalmente que aquella obsesión paterna le “llenaba de miedo y de culpa”.

La literatura de Luis Landero es un respuesta creadora a ese miedo y a esa culpa, algo que regresa una y otra vez y a lo que se le da alivio con novelas ricas y gozosas cuyos personajes son cachitos condensados o desplazados del escritor. Es éste un funcionamiento psíquico semejante al que Freud detectó en los relatos oníricos. Pero lo que en lo sueños es trabajo inconsciente, en el novelista es obra explícita. En efecto, esas figuras literarias son un Luis Landero partido y transfigurado que se despliega en cada unas de sus criaturas principales proyectando sobre ellas un “oscuro fondo autobiográfico”: el de la vida vulgar, previsible, acomodada, y el de la vida fantaseada, embustera, creativa, peligrosa. La primera atempera los ánimos, nos preserva, pero también nos puede matar de resignación y de aburrimiento (como el principio de realidad freudiano). La segunda –como el principio de placer también freudiano-- nos pone en riesgo: hace depender los actos, las ideas o las expresiones del ideal del yo que uno se ha forjado (el triunfador literario con que sueña ser Tomás Montejo en Hoy, Júpiter) o del empeño cainita e imaginario con que una vida se desarrolla (el odio que experimenta Dámaso Méndez ante ese usurpador llamado Bernardo Pérez).

La cubierta de Hoy, Júpiter expresa muy bien esa idea que está flotando en cada una de sus páginas: es ésa una moraleja a la que siempre se llega en Landero, en Juegos de la edad tardía y en sus restantes novelas. ¿Repetición? No: reelaboración de ese motivo autobiográfico. Ilustrada dicha cubierta con una fotografía de Sven Hagolani, vemos en ella a dos hombres, uno real, de carne y hueso, de quien no identificamos las facciones de su cara, y otro... de quien podríamos divisar su rostro si fuera real y no meramente la sombra del anterior. El primero extiende su brazo para estrechar la mano en lo que parece un gesto de saludo o de conocimiento. El segundo, esa sombra, también, pero no hay –no puede haber-- una equivalencia total entre ambos: a éste no le vemos su brazo tan extendido, como si tuviera algún reparo o temor ante la campechanía o sinceridad amistosa del primero. Sin embargo, bien mirado, no puede haber temor: corrientemente, los fantasmas o los ectoplasmas no muestran recelo o miedos ante los humanos; pero, además, ese personaje en sombras que se perfila en la cubierta es gigantesco, de dimensiones mucho mayores que el individuo real, pues el chorro de luz que llega a la espalda del hombre de carne y hueso proyecta una figura espectral de tamaño amenazador o grandioso. En cualquier caso, el humano y su sombra tratan de entrelazar amistosa o cautelosamente sus manos: el individuo y su fantasma se avienen a tocarse, dando lugar a lo que parece una escena de reconciliación que no sabemos si se consumará. El libro que sigue, la novela de Landero y las cuatrocientas páginas que se añaden son la respuesta.