Reseñas de libros/No ficción
El rey Sabio
Por Inés Astray Suárez, domingo, 6 de febrero de 2005
En cierto sentido me considero un poco alumna del profesor Julio Valdeón. No tuve la suerte, ya me gustaría, de asistir a sus clases, pero sí, de estudiar por sus manuales, particularmente por la Historia General de la Edad Media. El caso es que no puedo leer sus libros sin esa sensación agridulce de que debo subrayarlos y anotarlos cuidadosamente, casi memorizarlos, como si tuviera que examinarme de ellos. Lo cierto es que resulta sorprendentemente sencillo. Doscientas veintitantas páginas, quince capítulos, tres o cuatro apartados en cada capítulo y, sobre todo, ese orden inquebrantable de los buenos profesores: "Alfonso X y la nobleza", "Alfonso X y la Iglesia", "Alfonso X y las ciudades", "La política económica", "El poder real y los órganos de gobierno". ¡Ojalá hubiese un libro así para cada tema que tuviésemos que saber!
Alfonso X, el Sabio, fue rey de Castilla y León, los reinos que definitivamente había unificado su padre Fernando III, entre 1252 y 1284. De su sólida formación intelectual da noticia el apelativo con que ha pasado a la historia. Pero un monarca del siglo XIII tenía que ser, también, un guerrero, un reconquistador: “Podéis ser señor de toda la tierra que los moros han arrebatado al rey Roderico”, le había dicho Fernando III, el conquistador de Sevilla, en su lecho de muerte, pensando que el fin de la presencia musulmana en la península estaba próximo. Alfonso X, que ya cuando era infante había participado en la conquista de Murcia, no desoyó este consejo y de hecho obtuvo algunas importantes victorias frente a los musulmanes, pero el balance definitivo de su reinado dista de ser tan espectacular como el de su progenitor: el reino nazarí, último reducto del Islam peninsular, no sólo había logrado subsistir sino que se había consolidado. Incluso la repoblación de las tierras incorporadas en el reinado inmediatamente anterior, la Andalucía Bética y el reino de Murcia, tropezó con serios problemas porque llegó un momento en el que resultaba sumamente difícil encontrar pobladores. Y es que, la marea cristiana había alcanzado la pleamar y empezaba a retroceder. Para entenderlo, seguramente no hay que buscar tanto en la incompetencia o despreocupación de los reyes bajomedievales (como nos explicaban las monjas con tanto pesar), como en el inmenso esfuerzo desarrollado por una población que hacía tiempo que había sobrepasdo con sus conquistas las necesidades, y las posibilidades, de su crecimiento demográfico, sobre todo si se pretendía la expulsión de la población musulmana.
Sin duda, fue Alfonso X el más internacional de nuestros reyes medievales. Descendiente de la casa de Borgoña, de la de Plantagenet y de la de Suabia, por su corte pasó la emperatriz de Bizancio y fue coronado caballero el infante don Dinis. Por otra parte, sus ambiciones políticas excedían también el marco peninsular. Biznieto por parte de madre de Federico Barbarroja, en 1256 recibió una embajada de la ciudad italiana de Pisa que le proponía presentar su candidatura al Imperio Germánico. Era una oferta a la que difícilmente se habría resistido ningún monarca europeo, pero no estaba exenta de problemas, y, sobre todo, resultaba muy cara. En el tablero imperial se jugaban los intereses de los poderosos príncipes alemanes, del Papa, de las ciudades italianas, las disputas entre güelfos y gibelinos. Los aliados cambian de bando con facilidad. Era realmente difícil que el rey de Castilla y León pudiese resolver a su favor tan complicado rompecabezas. Alfonso X como le sucedió más tarde a Carlos I no consiguió contagiar a sus súbditos su entusiasmo por el “fecho del Imperio”, que ocupó, infructuosamente, buena parte de su actividad diplomática.
Probablemente la aportación más trascendente de Alfonso X estuvo en el terreno cultura, en el que supo servirse de la excepcional riqueza intelectual que podían aportar en sus territorios musulmanes y judíos. Eso no convierte al rey de Castilla y León en un profeta de la sociedad pluralista. Compartía gran parte de la animadversión que sus contemporáneos sentían hacia quienes tenían distinto credo. Pero sus prejuicios no alcanzaban al terreno cultural
Pero el estudio del profesor Valdeón nos presenta sobre todo el reinado como un anticipo de la monarquía moderna. En la línea de la recuperación del Derecho romano que se venía realizando sobre todo en la universidad de Bolonia, Alfonso X inició una titánica labor legisladora, significativamente redactada en lengua castellana, plasmada en tres monumentales obras El Espéculo, el Fuero Real y Las Partidas. La misión era, tanto establecer unos cimientos sólidos para la recuperación del poder real, como reducir la enorme dispersión normativa de sus reinos. De los límites de su logros nos da idea el hecho de que ni siquiera consiguió que su propio hijo, el futuro Sancho IV, reconociese el sistema sucesorio establecido en Las Partidas, y que hubiese supuesto ceder la Corona a sus sobrinos, los infantes de la Cerda. De todas formas el Fuero Real, que entre otras cosas establecía los requisitos a que se veían obligados los nobles con respecto al rey, fue introducido en un buen número de villas, lo que fue motivo de continuos roces entre Alfonso X y la nobleza. Y es que el intervencionismo regio tuvo un ámbito de aplicación privilegiado en las ciudades, que procuró mantener alejadas de la influencia de la nobleza y de la Iglesia. Agobiados por la carestía de la vida y por la creciente presión fiscal, tampoco los municipios aceptaron siempre de buen grado las innovaciones. Es cierto que las Cortes, convocadas con mucha frecuencia, servían “para una especie de diálogo entre el rey y el reino”, pero cada nueva convocatoria iba acompañada de la solicitud de subsidios extraordinarios. En la misma línea hemos de entender el malestar de los dignatarios eclesiásticos, temerosos del creciente papel del monarca en la designación de los obispos y, sobre todo, de su propósito de traspasar a la corona rentas que, en principio, iban destinadas al ámbito eclesiástico. En definitiva, nos encontramos durante todo su reinado, con las tensiones que acompañan siempre al intento de fortalecer el poder regio.
Pero probablemente su aportación más trascendente estuvo en el terreno cultura, en el que supo servirse de la excepcional riqueza intelectual que podían aportar en sus territorios musulmanes y judíos. Eso no convierte al rey de Castilla y León en un profeta de la sociedad pluralista. Compartía gran parte de la animadversión que sus contemporáneos sentían hacia quienes tenían distinto credo: Las Partidas establecían, por ejemplo, la obligación, que seguramente nunca llegó a cumplirse, de que los judíos llevasen una señal distintiva. Pero sus prejuicios no alcanzaban al terreno cultural. Sabemos, por ejemplo, que intervino personalmente para evitar la destrucción de la torre de la Giralda y es evidente que favoreció la estrecha colaboración entre intelectuales cristianos musulmanes y hebreos que tan importantes frutos iba a dar en la llamada Escuela de Traductores de Toledo. Pero además de un patrocinador, Alfonso X, “un auténtico profesional de las letras”, fue protagonista importante del legado cultural de su reinado. Un legado que, descuidando los estudios de teología o metafísica, sigue una orientación claramente moderna hacia los temas que tienen que ver con la vida y los problemas de los seres humanos: el derecho, la historia, la astrología, los juegos o la medicina. Y que abandona el latín, la lengua del clero y de los intelectuales, para escribir en la lengua castellana que mayoritariamente entienden sus súbditos. Es posible que Alfonso X hubiese preferido ser recordado como el Emperador, pero, desde luego, no es poco mérito el haber adquirido el sobrenombre de el Sabio.